En las profundidades de las montañas envueltas en niebla, lejos del bullicio de la vida mundana, se encontraba Kannonji, un antiguo templo budista grabado en el tejido del tiempo. Las vigas de madera del templo susurraban con la edad, y su fundación de piedra soportaba el peso de siglos de devoción. La comunidad del templo, que antaño había florecido, se había reducido a tres: Jōsen, el venerable sacerdote principal; Ryōzen, un monje de mediana edad conocido por su práctica constante; y Sōjun, el más joven, cuya energía fresca contrastaba con la solemnidad del templo.
El día había transcurrido en silencio, roto solo por el susurro de las hojas y el lejano canto de un ave en la montaña. Pero al caer la noche, una extraña pesadez se apoderó de los terrenos del templo. El trío se reunió en el salón principal para su meditación vespertina, un ritual sagrado que los conectaba con el Buda Eterno y las enseñanzas del Dharma. Las velas, cuidadosamente dispuestas alrededor del salón, emitían un resplandor suave, sus llamas titilando con una brisa invisible.
Jōsen hizo sonar la campana, su sonido ondulando en la quietud como una ola que se disuelve en la infinidad. Los monjes cerraron los ojos, sus respiraciones estabilizándose mientras entraban en Samadhi. El tiempo mismo parecía ralentizarse, los límites entre el yo y el mundo disolviéndose. Sus conciencias se expandieron, fusionándose con el ritmo del universo, guiadas por las eternas verdades de las enseñanzas del Buda.
Pero a medida que la meditación se profundizaba, el aire dentro del salón comenzó a cambiar. Un frío arropó el salón, sutil al principio, pero con cada segundo se volvió más agudo y cortante. El calor de las velas parecía retroceder, su luz atenuándose como si las propias sombras las consumieran. Una suave niebla comenzó a filtrarse en el salón, enroscándose alrededor de las estatuas del Buda y Avalokiteśvara, ondulando como una serpiente en busca de refugio.
Jōsen, percibiendo el cambio, abrió levemente los ojos, y sintió un escalofrío subir por su espalda. La visión que se presentó ante él era diferente a todo lo que había encontrado en sus décadas de práctica. El salón, una vez espacioso y sereno, ahora estaba lleno de figuras. Sombras sentadas en filas, sus cuerpos indistintos pero inconfundiblemente humanos en postura. Reflejaban a los monjes: piernas cruzadas, espaldas rectas, manos descansando en sus regazos. Su presencia era silenciosa, pero cargaba con un peso que presionaba contra el aire.
Ryōzen y Sōjun también abrieron levemente los ojos, sus rostros no mostrando miedo, sino una solemne conciencia. Habían sido bien entrenados; la práctica de Samadhi exigía compostura en todas las circunstancias. Romper su calma significaría sucumbir a la ilusión. Jōsen inclinó ligeramente la cabeza, una orden silenciosa: "Permanezcan inmóviles. No perturben la práctica."
Los tres monjes volvieron su atención hacia adentro, sus respiraciones profundizándose. Las figuras sombrías, aunque amenazantes, no se movieron. Simplemente se sentaron, sus formas mezclándose con la niebla que ahora se arremolinaba más espesa en el salón. El tiempo se volvió una abstracción, la meditación extendiéndose interminablemente, el único sonido el leve crujido de las velas apagándose.
Finalmente, llegó el momento de concluir la meditación. La mano de Jōsen se movió con deliberada gracia, golpeando la campana una vez más. El sonido resonó, claro y puro, disipando parte de la niebla. Se levantó, sus movimientos tranquilos y medidos, y ascendió al asiento del Dharma. Las figuras sombrías permanecieron inmóviles, su presencia ni hostil ni benigna, pero profundamente inquietante.
Jōsen comenzó a hablar, su voz firme y resonante. "En el Sutra del Loto, el Buda enseña que todos los seres, no importa cuán envueltos en la ilusión, poseen la Semilla de la Iluminación. Incluso en las sombras más profundas, la Luz del Dharma brilla." Sus palabras llevaban el peso de la convicción, cada sílaba un refugio contra la creciente inquietud. Habló de los medios hábiles, la infinita compasión del Buda y la unidad de todos los seres en el vasto Océano de la Existencia. Mientras exponía las enseñanzas, notó un cambio sutil en la atmósfera. Las figuras sombrías, antes inmóviles como estatuas, comenzaron a moverse imperceptiblemente, como atraídas por sus palabras. Su silencio ya no era un vacío, sino una presencia, un reconocimiento de las verdades que se pronunciaban.
Cuando Jōsen concluyó, el salón cayó en un profundo silencio. Fue entonces cuando una de las figuras se agitó. Elevándose ligeramente de su postura meditativa, habló con una voz que resonaba como el tañido de una campana distante. "Sacerdote, tus palabras llevan sabiduría. Pero dinos, ¿qué percibe el Bodhisattva en las profundidades del Samsara?"
La pregunta quedó suspendida en el aire, cargada de significado. La respuesta de Jōsen fue inmediata, su voz inquebrantable. "El Bodhisattva percibe el sufrimiento, pero no se aparta. Con sabiduría y compasión, ve no solo el dolor, sino el potencial de liberación dentro de él. Incluso las profundidades más oscuras del Samsara están iluminadas por la Luz del Buda."
La figura asintió, su contorno cambiando como en señal de aprobación. Otra voz emergió, más suave pero no menos inquietante. "Y ¿qué hay del miedo, sacerdote? ¿El Bodhisattva teme lo desconocido?"
Las manos de Jōsen se unieron en Gasshō. "El Bodhisattva camina el sendero de la intrepidez, no porque carezca de miedo, sino porque su fe en el Dharma lo supera. El miedo es una sombra; el Dharma es la luz que la disipa."
Un murmullo se extendió por la asamblea sombría, un sonido como el viento pasando entre árboles antiguos. Las formas de las figuras comenzaron a solidificarse, sus rasgos haciéndose más claros. Rostros esqueléticos con ojos rojos brillantes emergieron de la niebla, sus bocas curvándose en sonrisas llenas de colmillos. La respiración de Sōjun se alteró por un instante, pero se mantuvo firme, su mirada fija.
La primera figura habló de nuevo, su voz cargada de una extraña reverencia. "Hablas la verdad, Jōsen. Somos solo sombras, nacidas de la ignorancia y vagando por los ciclos del Samsara. Sin embargo, tu luz - que proviene del Poder del Buda - nos alcanza incluso a nosotros. Tú y tus compañeros han pasado nuestra prueba. Vuestra fe y práctica son inquebrantables. Por esto, nos iremos."
Las velas parpadearon violentamente, sus llamas extinguiéndose al unísono. La oscuridad envolvió el salón, espesa y opresiva. Los monjes permanecieron sentados, sus respiraciones constantes, mientras Jōsen comenzaba a recitar el mantra del Sutra del Corazón.
“Gate Gate Paragate Parasamgate Bodhi Svaha.”
Cuando la última sílaba se desvaneció, un tenue resplandor volvió al salón. Sōjun encendió una vela, su pequeña llama creciendo para iluminar el espacio. Las figuras sombrías se habían ido. La niebla había desaparecido, dejando solo el leve aroma del incienso. Los monjes permanecieron en silencio, sus corazones pesados con el peso de lo que había ocurrido, pero iluminados con gratitud.
Jōsen miró hacia el altar, donde la estatua del Buda parecía brillar con una radiancia interna. "Incluso las sombras buscan el Dharma," murmuró, su voz apenas audible pero cargada de una profunda verdad.
Los tres monjes permanecieron en reflexión silenciosa, la noche extendiéndose ante ellos como un mar interminable. Aunque las sombras se habían ido, su lección perduraba: la Luz del Dharma alcanza a todos, incluso en los rincones más lejanos de la oscuridad.