La historia de los Sohei, los célebres monjes guerreros budistas de la escuela Tendai, constituye uno de los capítulos más fascinantes y a la vez contradictorios de la historia del Budismo japonés. Nacidos en la cima del Monte Hiei, sede del Enryaku-ji —el gran monasterio fundado por el Gran Maestro Saicho (Dengyo Daishi 767-822) en el Siglo VIII—, los Sohei representan la tensión entre la contemplación espiritual y la necesidad de proteger físicamente la institución monástica en medio de un Japón feudal convulso.
En su origen, la escuela Tendai se estableció en el Monte Hiei con un claro propósito de retiro y pureza: una montaña dedicada a la meditación, al estudio de las escrituras y a la práctica de la disciplina monástica en el espíritu del Verdadero Budismo. Sin embargo, al crecer su prestigio y poder, Enryaku-ji comenzó a acumular riquezas, tierras y privilegios otorgados por el Emperador. Esto atrajo tanto la envidia de otros clanes como la necesidad de defender su autonomía frente a cortesanos y a otras instituciones religiosas, como los monasterios de Nara. Para responder a estas tensiones, algunos monjes, originalmente entrenados solo en artes rituales y doctrinales, comenzaron a tomar las armas. Así surgió la figura del monje guerrero: el Sohei.
Esto no era algo radical ni nuevo. El Budismo siempre ha tenido la figura de Monjes Guerreros en el pasado. El Buda mismo fue un guerrero de la casta Kshatriya; China tuvo los monjes Shaolin; Corea vio monjes armados defendiendo la población en tiempos de guerra. Japón, tuvo su casta religiosa-guerrera con los Sohei.
Durante los Siglos X al XII, el poder del Monte Hiei se consolidó hasta convertirse en una fuerza política que no podía ignorarse. Los Sohei bajaban en procesiones armadas hacia la capital, Heian-kyo (actual Kioto), portando palanquines sagrados que simbolizaban la autoridad del Buda y de la Sangha, para presionar a la corte imperial o a los rivales en disputas políticas. La sola presencia de los Sohei en las calles de la capital era una amenaza y un recordatorio de que el poder espiritual estaba respaldado por la fuerza de las armas.
El Gran Maestro Ryogen y la Institución de los Sohei
Los Monjes Guerreros fueron establecidos por el Gran Maestro Ryagen (Ganzan Daishi 912–985), uno de los grandes patriarcas de la escuela Tendai, Zasu (Abad Mayor) de Enryaku-ji en el Monte Hiei durante el Siglo X. Ryogen nació en una época en que el Japón imperial atravesaba tensiones políticas y sociales profundas: la corte Heian se fragmentaba, los clanes guerreros comenzaban a ganar poder, y la Sangha sufría la presión tanto de aristócratas como de monasterios rivales. En ese contexto, Ryogen se convirtió en un reformador espiritual y, a la vez, en un estratega que supo asegurar la supervivencia y el predominio del Tendai en medio del caos. Ryogen destacó no solo por su erudición doctrinal, sino también por su fervor ascético. Sus discípulos lo veneraban por su pureza y sabiduría, y más tarde sería recordado como una figura casi legendaria, al punto de atribuírsele poderes milagrosos como exorcista y protector de la nación.
Durante la vida de Ryogen, el Monte Hiei se convirtió en un foco de tensiones. Enryaku-ji no era solo un centro religioso, sino también una institución con tierras, rentas y poder político. Los clanes rivales, los cortesanos de Kioto y otros templos, en especial los de Nara, competían con él en influencia. Esto desembocaba en conflictos armados, saqueos y disputas territoriales que ponían en riesgo la seguridad de los monjes y la estabilidad del monasterio. Ryogen comprendió que, en ese ambiente, la mera vida contemplativa no bastaba. Si el Dharma iba a sobrevivir, debía ser protegido no solo por la palabra y el ritual, sino también por la fuerza. Inspirado en la idea budista de los Guardianes del Dharma —los Reyes Celestiales (Devas), los Vidyarajas y los Bodhisattvas que blanden armas en los Sutras Esotéricos—, decidió crear un cuerpo de monjes guerreros, los primeros Sohei, como extensión terrenal de esa misión protectora.
Para Ryogen, los Sohei no eran simples soldados, sino Guardianes del Verdadero Dharma. Su existencia se justificaba doctrinalmente en la enseñanza del Sutra del Nirvana y del Sutra del Loto, donde se exhorta a defender y preservar la enseñanza en la Era Final del Dharma (Mappo). Así como los Devas Celestiales descienden a proteger a los practicantes, los Monjes Guerreros encarnaban ese mismo principio en el plano humano. Su disciplina combinaba la recitación de Sutras, la práctica esotérica y el adiestramiento marcial, para que su fuerza no se apartara de la devoción. Con el establecimiento de los Sohei, Ryogen aseguró que Enryaku-ji no pudiera ser fácilmente sometido por las intrigas de la corte o las amenazas de otros monasterios. Al hacerlo, no buscaba militarizar el Dharma, sino garantizar que el Monte Hiei permaneciera como faro de la Verdadera Enseñanza y como corazón del Budismo japonés.
Tras la muerte de Ryogen en 985, los Sohei crecieron en número y poder, convirtiéndose en un elemento esencial de la política japonesa durante varios siglos. Aunque más tarde su papel se desvió hacia conflictos violentos y rivalidades sectarias, en su origen reflejaban la visión de Ryogen: la de que el Dharma debía estar protegido con cuerpo y espíritu, que la fe debía tener defensores activos, y que la Sangha necesitaba guardianes no solo de la letra de los Sutras, sino también de su preservación histórica y social.
Con el paso de los siglos, la figura de Ryogen trascendió la historia concreta para convertirse en un símbolo legendario dentro de la escuela Tendai. Los monjes y devotos lo recordaron no solo como un hábil administrador y estratega, sino como un santo protector cuyo espíritu seguía velando por el Monte Hiei. Su imagen comenzó a envolverse en un aura milagrosa: se decía que sus rezos detenían epidemias, que sus rituales dominaban a los demonios, y que su compasión inquebrantable podía incluso proteger a la nación entera. En este proceso de mitificación, que sigue vivo hasta nuestros días, Ryogen no fue visto simplemente como el Abad que introdujo a los Sohei, sino como la manifestación viviente de los Guardianes del Dharma descritos en los Sutras. Para algunos, era considerado una emanación de Fudo Myo, el Vidyaraja de la Ira Inamovible, cuya espada llameante corta la ignorancia y cuya cadena ata a los demonios. Otros lo vinculaban con Kannon, el Bodhisattva de la Compasión, viendo en su carácter guerrero un aspecto protector de la misma misericordia que salva a los seres.
Durante la era medieval, el Japón veía en la religión no solo un camino personal, sino una fuerza que podía asegurar el destino del país. Los monasterios del Monte Hiei proclamaban que, gracias a las oraciones y méritos de Ryogen, la capital estaba a salvo de calamidades y de invasiones extranjeras. De esta manera, la memoria del Gran Maestro fue utilizada como garantía espiritual de la seguridad nacional. Su figura se convirtió en estandarte en tiempos de crisis, y su nombre fue invocado en rituales de protección.
En la Tradición del Loto, la creación de los Sohei no fue vista como un acto político o estratégico, sino como un gesto inspirado y sagrado. El relato se transmitió como si Ryogen hubiera instituido a los Monjes Guerreros siguiendo la voluntad misma del Buda, transformando lo que en la historia fue una necesidad en un mandato divino. Así, los Sohei se justificaban no como desviación del ideal monástico, sino como encarnación de la compasión activa y de la ira protectora de los Budas y Bodhisattvas.
En la Escuela del Loto Reformada, recordamos al Gran Maestro Ryogen como un maestro que supo leer los signos de su tiempo: él entendió que el Dharma no se preserva solo con plegarias, sino también con la firmeza de quienes se alzan contra la injusticia. Así, los Sohei se convirtieron en la expresión viviente de la ira compasiva del Bodhisattva y en símbolo del compromiso inquebrantable de defender el Reino del Buda sobre la Tierra.
El Entrenamiento de los Sohei
Los Sohei, a diferencia de los samuráis profesionales, no nacían en linajes guerreros ni heredaban el arte marcial como patrimonio de familia. Su vocación primera era la del monje: recibir ordenación, memorizar Sutras, practicar la meditación Shikan según las enseñanzas Tendai, y participar en la liturgia diaria de Enryaku-ji. Sin embargo, desde muy jóvenes, los novicios destinados a la defensa del monte eran introducidos a una doble disciplina: la espiritual y la marcial. Se levantaban con las campanas del alba para los rezos, y después, en los patios del monasterio o en los senderos boscosos de Hiei, aprendían el manejo de armas.
El arma más característica de su adiestramiento fue la Naginata, la alabarda curva de hoja larga, ideal tanto para la defensa de pasajes estrechos como para el combate contra jinetes. La Naginata se convirtió en símbolo de los Monjes Guerreros, casi un emblema de su singular condición: a la vez ascetas y soldados. Además, practicaban con lanzas, arcos, espadas cortas y técnicas de lucha cuerpo a cuerpo, aunque la imagen más viva que nos ha legado la historia es la del monje descalzo en las escalinatas de piedra, empuñando la Naginata mientras recita oraciones.
Su entrenamiento no era meramente físico: estaba imbuido de espiritualidad. El manejo de la Naginata, por ejemplo, se asociaba a la recitación de fórmulas esotéricas (Shingon), de modo que cada corte o estocada fuese acompañado por la vibración del sonido sagrado. Así, la práctica guerrera se revestía de un aire ritual, integrando cuerpo, palabra y mente en un único acto. Era frecuente que antes de una expedición militar se celebraran ritos en los templos del monte: se encendían lámparas votivas, se recitaba el Sutra del Loto, y se pedía la protección de Fudo Myo, el Vidyaraja de la ira compasiva, invocado como patrono de los guerreros monásticos.
El día de un Sohei combinaba la rigidez de la disciplina monástica con la dureza del adiestramiento militar. Los templos del Monte Hiei, rodeados de bosques densos y caminos escarpados, servían como un dojo natural: allí los monjes corrían, practicaban en filas y se endurecían contra el frío y el hambre. Al mismo tiempo, mantenían las obligaciones de la liturgia, la copia de Sutras y las largas vigilias nocturnas. Esta vida forjaba hombres resistentes, capaces de marchar durante días, soportar condiciones extremas y mantener una fe inquebrantable en que su misión era defender la enseñanza del Buda Eterno. La figura del Sohei se rodeaba de un conjunto de símbolos que expresaban la unión de su identidad monástica y marcial. El más evidente era su atuendo: vestían hábitos sencillos, muchas veces blancos o pardos, como los de cualquier monje Tendai, pero sobre ellos llevaban piezas de armadura ligera para protegerse en combate. Su cabeza, a menudo rasurada en señal de renuncia mundana, podía cubrirse con una cubierta sencillao. Así, su imagen era ambigua: ni plenamente guerrero, ni enteramente asceta, sino un puente entre dos mundos. El símbolo supremo de su autoridad, sin embargo, no era un arma, sino el palanquín sagrado (Mikoshi) en el que se transportaban reliquias o imágenes del Buda y los Bodhisattvas. Cuando los Sohei descendían a Kioto con el Mikoshi de Enryaku-ji, era como si el propio Buda y las deidades entraran en la ciudad: nadie podía osar enfrentarlos sin arriesgarse a blasfemar contra lo más sagrado. Este uso del símbolo religioso en contextos de protesta o intimidación muestra hasta qué punto la vida de los Sohei estaba impregnada de la visión de que el Dharma y el poder terreno eran inseparables.
El entrenamiento de los Sohei buscaba inculcar un ethos particular: no se trataba de luchar por ambición personal ni por gloria, sino de asumir la tarea de Protector del Dharma. Cada golpe de Naginata debía estar guiado no por la ira, sino por la convicción de que se defendía la Sangha y el Reino del Buda sobre la Tierra. Por ello, su entrenamiento estaba impregnado de votos y compromisos espirituales: algunos relatos narran que los monjes recitaban el nombre de Fudo Myo o pasajes del Sutra del Loto mientras se ejercitaban, convencidos de que cada respiración, cada paso y cada golpe formaban parte de un Mandala Viviente.
En la cosmovisión Tendai-Esotérica, el universo entero es un Mandala del Buda Mahavairocana. De esta manera, algunos Sohei concebían la batalla no como una ruptura del orden espiritual, sino como una prolongación de él. El campo de batalla se volvía un Mandala donde cada soldado era una deidad, cada movimiento de arma un mudra, y cada voz que recitaba un mantra un eco de la palabra iluminada. Esta visión transformaba la guerra en un acto sagrado, aunque paradójico, en el que la violencia quedaba envuelta en un marco religioso.
La Paradoja del Monje Guerrero
El verdadero esplendor de los Sohei se dio entre los Siglos XI y XIII, cuando Enryaku-ji y sus monasterios afiliados ejercían un poder casi autónomo sobre extensas regiones de Japón. El Monte Hiei no era ya solamente un lugar de retiro espiritual: era un vasto complejo con miles de monjes, templos subsidiarios y tierras agrícolas. En ese tiempo, los Sohei podían movilizar ejércitos de miles de hombres, armados principalmente con la Naginata, el arma curva que llegó a simbolizar su presencia. Su fama creció tanto que el solo rumor de que “los Monjes de Hiei descenderían a la capital” bastaba para doblegar decisiones políticas en la corte imperial.
En más de una ocasión, los Sohei bajaron en largas columnas desde el Monte Hiei hasta Heian-kyo. Portaban palanquines sagrados con reliquias o imágenes de los Budas y Bodhisattvas, lo que transformaba sus procesiones en actos de intimidación revestidos de legitimidad religiosa. Estos “desfiles armados” eran una forma de protesta, pero también de presión directa sobre el Emperador o sobre los clanes en disputa. Así, la Sangha Tendai se transformó en un actor político de primer orden, al punto de ser cortejada o temida por samuráis y aristócratas.
Los Sohei no solo se enfrentaron a la corte imperial, sino también a monasterios rivales. En particular, sus conflictos con los monjes de Nara, del Kofuku-ji y del Todai-ji, dieron lugar a violentos choques que mancharon de sangre lo que en principio debía ser tierra de Dharma. Más tarde, también rivalizaron con los seguidores de las nuevas escuelas budistas que surgían, como la Tierra Pura de Honen y Shinran, o el propio movimiento de Nichiren. En estos enfrentamientos, las montañas sagradas se convirtieron en fortalezas, y los Sohei en verdaderos ejércitos monásticos.
A medida que los clanes militares, como los Taira y los Minamoto, ascendían al poder, los Sohei se vieron involucrados en las guerras que moldearían el Japón medieval. Aunque en ocasiones formaban alianzas estratégicas con los clanes, en otras se enfrentaban directamente a ellos. Su habilidad como combatientes y su condición de monjes los hacían singulares en el campo de batalla: eran guerreros que luchaban no solo por tierras o poder, sino también en nombre de la protección del Buda y del templo.
La existencia de los Sohei plantea una paradoja dentro del Budismo: ¿cómo puede un monje, consagrado a la no-violencia y a la liberación de los seres, blandir una naginata y derramar sangre? Los cronistas de la época narran este fenómeno con asombro y, a veces, con escándalo. No obstante, debe entenderse en el contexto de un Japón donde la política y la religión estaban estrechamente entrelazadas, y donde la supervivencia de la Sangha dependía, en parte, de la capacidad de defenderse. En la mentalidad de la época, proteger el monasterio, los Sutras y la enseñanza del Buda podía verse como un deber superior, incluso si ello implicaba recurrir a la violencia.
Aunque muchos budistas sean ignorantes de ello, el Canon Budista - la Palabra del Buda - provee nuemrosas instancias donde la violencia está permitida. Las razones pueden incluir (a) salvar a muchos matando a unos pocos, (b) defender el Dharma, (c) otorgar compasión y (d) actuar según la Verdad Ultima.
El el Sutra de los Medios Hábiles, encontramos esta historia. Hace incontables eones, el Buda habitaba como un Bodhisattva en el mundo de los hombres. En aquella existencia, era un navegante sabio y compasivo, capitán de un barco que llevaba a quinientos mercaderes a través del mar en busca de riquezas y fortuna. Todos aquellos viajeros confiaban en él como guía, pues su corazón estaba colmado de generosidad y su mente iluminada por el Dharma. Sin embargo, en el grupo viajaba también un hombre de mente oscura, consumido por la avaricia y el odio. Este, en su interior, había concebido un plan terrible: asesinar a los quinientos mercaderes para robar sus bienes. El Bodhisattva, gracias a la pureza de su visión, pudo leer la intención oculta en su corazón. En ese momento se le presentó un dilema profundo: si guardaba silencio, permitiría que ese hombre cometiera una matanza y cayera irremediablemente en los Infiernos. Si lo enfrentaba con palabras, difícilmente cambiaría su decisión. Entonces, comprendió que solo un acto extremo de compasión podría salvar a los quinientos inocentes y, a la vez, al propio asesino de un karma insoportable. El Bodhisattva meditó en silencio y, con lágrimas en el corazón, tomó la resolución: él mismo cargaría con la falta, para liberar a los demás. Así, empuñando un arma, dio muerte al malintencionado. Los quinientos mercaderes fueron preservados, y el asesino fue librado de acumular el terrible peso kármico de un crimen múltiple.
El Sutra explica que este acto, que en apariencia era un homicidio, en verdad fue una expresión del más alto karuna (compasión) y del más sabio upaya (medio hábil). No solo salvó las vidas de aquellos hombres, sino que salvó también el espíritu de quien pensaba cometer el crimen, evitando que arrojara su conciencia a los tormentos sin fin. Así, aquel acto, que en apariencia era homicidio, en verdad fue un sacrificio iluminado, un medio hábil de la Gran Compasión. El Bodhisattva, al sacrificar su pureza externa para salvar a otros, demostró que el corazón iluminado siempre busca el bien mayor. Por ello, no acumuló karma negativo; al contrario, sembró una raíz aún más profunda de la Budeidad, pues estaba dispuesto a entrar en los infiernos en lugar de aquel hombre. El Buda, narrando este recuerdo de una vida pasada, enseña que el verdadero Camino del Bodhisattva no consiste en apegarse rígidamente a la letra de las reglas, sino en encarnar la gran compasión que trasciende incluso el miedo a las consecuencias. La pureza del acto no radica en la forma, sino en la intención iluminada que lo sostiene. En el Sutra, el Buda dice: "Así es la gran compasión de los Bodhisattvas. Aunque a veces asuman faltas y sean censurados en el mundo, en realidad cultivan infinitos méritos. Quien protege la vida y salva a otros del mal, incluso si parece cometer una falta, en verdad practica los medios hábiles del Buda."
Este relato, aunque fuerte, nos invita a comprender que en el Budismo del Loto, la vida del Bodhisattva es una misión: salvar a los seres, aunque cueste el propio bienestar. No se trata de justificar la violencia común —que siempre nace del odio o del egoísmo—, sino de mostrar que, en casos excepcionales, la Compasión Ilimitada puede asumir incluso la carga de una transgresión para liberar a los demás del sufrimiento. Así, el Sutra nos recuerda que la verdadera medida de una acción no es solo su apariencia externa, sino la pureza del corazón que la inspira. Como nos dice el Buda en el Sutra: "Así como un médico puede cortar un miembro enfermo para salvar la vida entera, así también el Bodhisattva puede tomar sobre sí actos difíciles para proteger a los seres y conducirlos hacia la Budeidad."
En el Sutra del Nirvana, el último sermón del Buda en la Tierra, el Buda nos dice que un Bodhisattva puede matar para defender el Dharma. Esto puede incluir la defensa o conflictos "justos" contra no budistas (Icchantikas): "Quien defiende el Dharma Maravilloso ... protege a los bhiksus con la espada, el arco, la flecha y la alabarda ..., bien puede matar una hormiga y cometer el pecado de dañar, pero matar a un Icchantika no constituye un pecado." El Sutra sostiene que emplear armas contra quienes amenazan el Dharma y matarlos, a pesar de contravenir la prohibición del Precepto de No Matar. Este acto sirve para prevenir las malas acciones de los malhechores y beneficiarlos con la reencarnación en un país con una rica tradición budista.
Diversos textos del Mahayana ejemplifican su aspiración de "matar a uno para permitir que muchos vivan". Por ejemplo, según el Bodhisattvabhumi, un Bodhisattva puede matar a un ladrón que intente matar a otros o dañar a los devotos budistas: "Un Bodhisattva ve ... a un ladrón que intenta matar a cientos de seres vivos ... como Shravakas ... o Bodhisattvas ... y luego priva a este ser vivo de la vida." El Bodhisattvabhumi rechaza explícitamente la guerra ofensiva, prohibiendo a un Gobernante Bodhisattva "invadir por la fuerza y sin previo aviso un país extranjero", pero se puede tolerar la guerra defensiva. En consecuencia, el Sutra de las Acciones del Bodhisattva permite la guerra como último recurso, con la condición de establecer amistad e intimidación con el enemigo. En esos contextos, la violencia surge de intenciones compasivas que van más allá de la mera preocupación por las víctimas y abarca también a los posibles asesinos en masa. Todo esto fue explicado con detalle en El Monarca Universal: El Budismo y el Buen Gobierno - Las Enseñanzas del Sutra del Monarca Dhármico (Ediciones del Loto, 2024).
La escuela Tendai, sin embargo, ofrecía un marco doctrinal lo bastante amplio y flexible para dar sentido a esta paradoja. En efecto, el Budismo Tendai de Saicho y de sus sucesores enseñaba la unidad de las doctrinas exotéricas y esotéricas, la integración del Vehículo Único (Ekayana) y la idea de que todo fenómeno —incluso la violencia, en su contexto condicionado— podía transformarse en un medio hábil (upaya) hacia la Budeidad.
Según la exégesis Tendai, el Sutra del Loto revela que todos los caminos convergen en un solo destino: la Iluminación Universal bajo el Buda Eterno. Esto permitía a los monjes argumentar que, basado en el Sutra del Nirvana y otros, en circunstancias extraordinarias, incluso la espada podía convertirse en un medio hábil para proteger el Dharma. No se trataba de glorificar la violencia, sino de entenderla como un instrumento transitorio para preservar lo sagrado ante la amenaza de destrucción. Si el monasterio —con sus bibliotecas, Sutras y reliquias— caía, caía también la enseñanza viva del Buda. Defenderlo, aun con armas, podía verse como una forma de compasión hacia las generaciones futuras.
En la Tradición Tendai, la protección del Dharma no era solo una responsabilidad celestial de los Devas y Bodhisattvas guardianes, sino también una tarea compartida por los propios discípulos del Buda. Inspirados por textos como el Sutra del Nirvana, que proclama la necesidad de preservar la enseñanza en la Era Final del Dharma (Mappo), los Monjes Guerreros asumían que sus armas eran, en última instancia, prolongación de esa defensa. En su visión, empuñar la naginata no era para beneficio personal, sino como extensión de la función protectora de los reyes celestiales y de los Bodhisattvas defensores.
El Tendai abrazó la práctica esotérica (Mikkyo), que enseñaba la inseparabilidad del cuerpo, la palabra y la mente del Buda con los de los practicantes. Bajo esta perspectiva, la lucha de un Monje Guerrero podía ritualizarse como una prolongación de la actividad del propio Buda Eterno en el mundo. La batalla, precedida por oraciones, invocaciones y rituales de protección, adquiría un carácter casi sacramental: una acción que, aunque inmersa en la sangre y el barro del campo de guerra, se entendía como parte de la danza cósmica del Dharma.
No obstante, esta justificación doctrinal no borraba la tensión espiritual que muchos monjes debieron sentir. El precepto de no matar permanecía como un recordatorio constante de que su camino era contradictorio. Quizás por eso, los relatos de los Sohei destacan su fervor ritual: cada campaña militar se acompañaba de penitencias, rezos y actos de expiación, como si la Sangha intentara equilibrar el peso del karma que la violencia inevitablemente generaba. En este punto, vemos cómo la doctrina Tendai del Camino Medio se volvía concreta: no absolutizar la pureza ascética ni entregarse al poder mundano, sino intentar un equilibrio que, en la práctica, resultaba doloroso y trágico.
El Lento Declive de los Sohei
A partir del Siglo XIV, con la llegada del Período Muromachi, la figura del Sohei comenzó a perder su antiguo esplendor. El surgimiento del shogunato Ashikaga y el fortalecimiento de los clanes samuráis desplazaron poco a poco el peso militar de los monasterios. Los Sohei, aunque aún poderosos, empezaron a ser vistos más como facciones beligerantes que como defensores legítimos del Dharma. En medio de los constantes conflictos civiles, su papel se fue entremezclando con luchas de clanes, alianzas temporales y rivalidades internas dentro del propio Monte Hiei.
El poder de Enryaku-ji seguía siendo inmenso: con miles de monjes y un dominio económico amplio. Sin embargo, esa fuerza estaba cada vez más fragmentada. Los templos subordinados competían entre sí, y las facciones rivales dentro del monte recurrían a los Sohei no solo para enfrentarse a enemigos externos, sino también para dirimir disputas internas. Así, la imagen de los Monjes Guerreros pasó de la de guardianes de la enseñanza budista a la de milicias monásticas envueltas en un torbellino de luchas intestinas.
El clímax de esta decadencia llegó en el Siglo XVI, durante la era Sengoku, cuando Japón entero se vio envuelto en guerras civiles. Oda Nobunaga, uno de los grandes unificadores del país, percibió a Enryaku-ji y a sus Sohei como un obstáculo intolerable para su proyecto de centralización del poder. El monte no solo albergaba un ejército considerable, sino que además servía de refugio y apoyo para sus rivales políticos. Por elllo, en 1571, Nobunaga ordenó la ofensiva definitiva contra el Monte Hiei. Sus tropas rodearon Enryaku-ji y, tras vencer la resistencia de los Sohei, incendiaron los templos y masacraron a casi todos los monjes y habitantes de la montaña. Las crónicas relatan con horror cómo las llamas devoraron el sagrado complejo, y cómo miles de personas —entre ellas monjes ancianos, novicios y campesinos refugiados— perecieron en el fuego. El incendio de Enryaku-ji marcó el fin del poder militar de los Sohei y el cierre de una era en la historia del Budismo japonés.
El destino de los Sohei, consumidos por las llamas de Nobunaga, puede verse como la resolución de la paradoja que habían encarnado durante siglos. En nombre de la protección del Dharma, habían tomado las armas; pero esa misma militarización acabó por arrastrarlos a luchas de poder que diluyeron su legitimidad espiritual. La Sangha, que había nacido en el Monte Hiei bajo la visión pacífica y contemplativa del Gran Maestro Saicho, terminó convertida en un ejército que fue aplastado por la fuerza de los nuevos tiempos.
El Legado de los Monjes Guerreros en la Tradición del Loto
Aunque los Sohei desaparecieron como fuerza militar organizada, su memoria quedó grabada en la historia japonesa. Enryaku-ji fue reconstruido, y hoy se alza nuevamente como símbolo del Budismo Tendai y la myor institución budista de sus tiempos. Pero la lección de los Sohei sigue siendo recordada: la tensión entre espiritualidad y poder, entre contemplación y acción, entre el ideal de la no-violencia y la necesidad de proteger lo sagrado en un mundo convulso. En cierto sentido, los Sohei nos enseñan que incluso el Dharma, eterno e inmutable en su esencia, debe enfrentar los desafíos del tiempo y la historia.
En el marco de la Escuela del Loto Reformada, la figura del Sohei no es entendida como una mera reliquia histórica o una contradicción vivida en tiempos de guerra, sino como un arquetipo espiritual y doctrinal: el Monje-Bodhisattva Guerrero, aquel que, con corazón compasivo y con espíritu indoblegable, se levanta en defensa del Verdadero Dharma, del Bien y de la Justicia. Su imagen no se reduce al de un soldado empuñando un arma, sino que se engrandece como símbolo del compromiso del discípulo del Buda Eterno de no permanecer pasivo ante la injusticia, la ignorancia o la corrupción que amenazan la Sangha y el Reino del Buda en la Tierra.
En nuestra visión reformada, el Sohei es un Bodhisattva que ha comprendido que, en la Era Final del Dharma (Mappo), no basta con la contemplación pasiva ni con el estudio solitario de los Sutras: se requiere también la valentía activa que corta las cadenas de la opresión y del mal. Su Naginata no es vista como un arma de muerte, sino como una metáfora de la Espada de la Sabiduría (Prajna), que corta a través de la Oscuridad de la Ignorancia. Cada golpe que da contra la injusticia no destruye vidas, sino que rompe las ilusiones y abre paso a la compasión.
La Escuela del Loto Reformada proclama que la misión de los Hijos del Buda es transformar este mundo samsárico en Tierra Pura, manifestando en el aquí y en el ahora el Reino del Buda Eterno. El Sohei, en este sentido, es quien se alza como Protector del Dharma y como Guardián de la Sangha. Su deber no es conquistar territorios ni acumular poder mundano, sino preservar la pureza de la enseñanza, defender a los débiles y resistir a los enemigos del Bien. Así como los Devas Celestiales y los Vidyarajas blanden armas llameantes para proteger el Dharma, el Sohei encarna ese mismo espíritu en la vida terrenal.
El Monje-Bodhisattva Guerrero en la tradición reformada no lucha por odio ni por ambición. Su energía surge del voto profundo de liberar a todos los seres. Cuando la injusticia, la mentira o la violencia buscan sofocar la enseñanza del Buda, él se levanta como testimonio viviente de que el Dharma no puede ser doblegado. Su lucha no es solo física, sino también ética y espiritual: combate las falsas doctrinas, denuncia la corrupción de la religión, y protege al pueblo sencillo que busca la luz del Dharma. En esto se convierte en un símbolo de justicia iluminada, donde la fuerza se equilibra con la compasión y el rigor con la misericordia.
Por ello, hemos desarrollado los Cinco Principios del Sohei Bodhisattva, presentados no como normas rígidas, sino como una senda espiritual que el discípulo de la Escuela del Loto Reformada puede asumir en su vida diaria:
- La Fe como Estandarte - El primer principio del Sohei Bodhisattva es levantar la Fe en el Buda Eterno como bandera y estandarte. El Monje-Guerrero no lucha por sí mismo ni por causa pasajera alguna, sino por la Verdad Unica revelada en el Sutra del Loto, que proclama la unidad del Vehículo Único y la Budeidad Innata de todos los seres. La fe es su señal en la batalla espiritual, su estandarte desplegado contra la duda y el desánimo.
- Los Preceptos como Armadura - La disciplina ética del Bodhisattva es su coraza, su escudo contra la corrupción y la caída. Así como el hierro protege el cuerpo, los votos protegen la mente y el corazón. Un Sohei no empuña armas materiales: su espada es la sabiduría, su escudo la compasión, su casco la atención plena. En la observancia de los Preceptos —no como cargas externas, sino como flores de la Naturaleza Búdica— encuentra la fortaleza invulnerable.
- La Sabiduría como Espada - La Naginata del Sohei es hoy la Espada de Prajna, que corta de raíz la Ignorancia. El Monje-Bodhisattva Guerrero sabe que la verdadera violencia es la ceguera del ego y que su victoria consiste en iluminar. Cada vez que expone el Dharma, cada vez que disipa un error doctrinal, cada vez que abre los ojos de un ser hacia la luz del Buda Eterno, está blandindo esa espada invisible, más afilada que cualquier hoja de acero. Es saber defender el bien, la vida, la justicia y el Dharma cuando es necesario (sobre todo, en los tiempos que vivimos), aún cuando se deba recurrir a la violencia iluminada, guiada por la Sabiduría (fuerza) y la Compasión (cuidado y responsabilidad).
- La Compasión como Camino Medio - El cuarto principio es la Compasión Activa, que impide que la fuerza se convierta en tiranía. El Sohei de la Escuela del Loto Reformada no actúa por odio ni por venganza, sino por el anhelo de liberar. Incluso cuando se enfrenta a los enemigos del Dharma, lo hace con espíritu de misericordia, viendo en ellos no adversarios eternos, sino hermanos aún encadenados por la ilusión. Su justicia no destruye, sino que busca transformar.
- El Reino del Buda como Meta - Finalmente, el Sohei reformado no olvida su horizonte: establecer el Reino del Buda en la Tierra. Cada acto de defensa, cada gesto de justicia, cada palabra de verdad es un ladrillo en la edificación de la Tierra Pura aquí y ahora. Así, su lucha no es fragmentada ni efímera, sino parte de la gran obra del Buda Eterno que despliega su voluntad en la historia.
Estos Cinco Principios constituyen la doctrina espiritual del Monje-Bodhisattva Guerrero en nuestra tradición: Fe, Preceptos, Sabiduría, Compasión y la Construcción del Reino del Buda. No son solo ideales, sino tareas que nos convocan en el presente, porque cada devoto del Loto está llamado a ser un Sohei en el corazón, un guerrero de la luz contra las tinieblas de la ignorancia y de la injusticia.
Una Misión para Nuestros Días
El Dharma del Buda Eterno es, en su esencia, indestructible, porque no pertenece al tiempo ni al espacio, sino a la Verdad Última que sostiene todos los mundos. Sin embargo, la manifestación histórica del Dharma —sus templos, sus monasterios, sus comunidades, sus textos y su tradición viva— sí puede ser amenazada, corrompida o destruida por las fuerzas de la ignorancia y de la violencia. Por ello, la tradición siempre ha enseñado que los discípulos del Buda deben ser no solo estudiosos y meditadores, sino también guardianes de la Enseñanza, capaces de levantarse con firmeza cuando el Dharma peligra.
El caso del Budismo en la India es la advertencia más clara. Durante siglos, los monasterios como Nalanda o Vikramasila fueron faros de sabiduría, donde se cultivaba la filosofía, la medicina, la astronomía y las artes espirituales. Pero con la llegada de las invasiones musulmanas en el Siglo XI y XII, esos centros fueron arrasados por el fuego y la espada. Miles de monjes fueron masacrados, las bibliotecas ardieron durante meses, y la Sangha fue dispersada. En pocas generaciones, el budismo, que había florecido en la tierra natal del Buda, desapareció casi por completo.
El Dharma no se extinguió —pues renació en China, Japón, Tíbet y otros lugares—, pero la tradición india fue violentamente truncada. Ese vacío histórico nos enseña que la pasividad ante la amenaza puede conducir a la ruina de lo sagrado. No basta con proclamar la compasión si no hay firmeza; no basta con enseñar la paz si no hay defensa.
En la visión de la Escuela del Loto Reformada, el Sohei se convierte en símbolo de esta verdad: que proteger el Dharma es parte de la misión del Bodhisattva. Cuando el Dharma peligra, la compasión no consiste en replegarse, sino en levantarse con coraje. El Monje-Bodhisattva Guerrero no combate por odio ni por conquista, sino por preservar la Luz del Buda para las generaciones futuras. En él se cumple la enseñanza del Sutra del Nirvana: “Quien guarda y protege el Dharma, guarda y protege a todos los Budas del pasado, presente y futuro”.
Hoy no enfrentamos ejércitos que incendien monasterios, pero sí vivimos amenazas más sutiles y persistentes: la corrupción de las enseñanzas, el mercantilismo espiritual, los delirios sociales, la secularización, la périda de valores, la indiferencia, el fanatismo y la confusión doctrinal. Defender el Dharma en nuestra era significa alzar la voz contra el error, cultivar comunidades fieles a la enseñanza de los Sutras, y vivir con tal integridad que nuestro ejemplo sea un bastión contra la oscuridad. Proteger el Dharma es también proteger a los débiles, a los pobres y a los que buscan la Verdad con corazón sincero.
Si el Budismo Indio cayó ante la violencia porque no pudo defender su herencia, nosotros debemos aprender esa lección. El Dharma debe ser protegido no solo en los templos y en los libros, sino en nuestros corazones y en nuestra vida diaria. Cada uno de nosotros es llamado a ser un Sohei espiritual, un Monje-Guerrero que empuña la Espada de la Sabiduría, viste la Armadura de los Preceptos, y defiende con compasión activa la Luz del Buda en el mundo.
Es por todo esto que la Escuela del Loto Reformada restaura la figura del Sohei, el Monje Guerrero, y promueve el parendizaje de artes marciales y el uso de armas para defender el bien, la vida, la justicia y el Verdadero Dharma.