Bienvenido a la Tierra Pura de la Luz Serena, un recurso sobre el Verdadero Budismo (一乘佛教), y sus posteriores ramificaciones, a la luz de las Enseñanzas Perfectas y Completas (圓教). Aquí presentamos el Budismo como religión, filosofía y estilo de vida, con énfasis en la Teología Budista (Budología), aspirando a presentar el Budismo balanceadamente entre la academia (estudios budistas) y la devoción, desde el punto de vista de una escuela tradicional de Budismo japonés (Escuela del Loto Reformada) y las enseñanzas universales del Sutra del Loto (法華経).


viernes, 19 de septiembre de 2025

Joyas de la Tesorería del Dharma: La Sabiduría del Maestro Eisai - Una Introducción y Análisis dentro del Budismo del Loto

 


Entre la vasta Tesorería del Dharma del Budismo del Loto, encontramos los escritos del Maestro Eisai (1141–1215), un reformador budista del Periodo Kamakura que trató de utilizar el Zen para revitalizar el Budismo Tendai en el medioevo japonés. Su intención no fue crear una nueva religión o escuela (aunque posteriormente, tras siglos, sus discípulos fundaran una bajo el Rinzai Zen), sino revivir el espíritu del Budismo dentro de la Tradición Tendai que había traído el Gran Maestro Saicho siglos antes. Eisai estaba convencido de que el Zen, que ya se encontraba en la escuela Tendai pero había sido opacada por el Esoterismo, podía renovar la fe, fortalecer al país y proteger al pueblo en tiempos difíciles. Como celebración de la conclusión de su primera traducción completa al español, proveemos esta introducción.

El título de su obra más famosa e importante se traduce literalmente: “Discurso sobre cómo Promover el Zen para Proteger al Estado”. En otras palabras, Eisai quiere explicar que si los japoneses practican bien el Zen, tanto la gente como el país estarán seguros, prósperos y bendecidos por los dioses protectores del Dharma. En su tratado, Eisai explica que el Zen no es algo nuevo (ya había sido traído a Japón por Saicho en el Siglo VIII), ni tampoco es contrario a los Sutras. Al contrario, es el centro del Budismo: ir directo al corazón, más allá de palabras y discusiones, para descubrir que nuestra mente es una con la Mente del Buda.

El tratado se compuso hacia finales del Siglo XII e inicios del XIII, en un momento de profundas transformaciones políticas, sociales y religiosas: la instauración del Shogunato de Kamakura (1185), el declive del orden aristocrático del Periodo Heian y la emergencia de nuevas formas de religiosidad que buscaban responder a lo que se percibía como la llegada de la “Edad Final del Dharma” (Mappo). La obra responde directamente a un clima de sospecha y crítica contra el Zen, que en Japón todavía no estaba consolidado como institución. Eisai había viajado dos veces a China, donde recibió la transmisión de la escuela Linji (Rinzai), y al regresar intentó introducir esta tradición en suelo japonés. Sin embargo, enfrentó oposición de monjes de las escuelas establecidas (Tendai, Shingon, y en parte de las escuelas de Nara), quienes veían el Zen como una corriente “extranjera”, disruptiva o incluso peligrosa para la ortodoxia budista nacional.

El Tratado del Zen para el Progreso de la Nación surge como una apología y defensa del Zen frente a estas críticas, al tiempo que lo presenta como un medio de protección del Estado y como una vía legítima de transmisión de la Ley del Buda. No es, por tanto, un texto meramente doctrinal, sino un documento político y religioso con una función estratégica: persuadir tanto a los gobernantes como a la comunidad monástica de que el Zen debía ser reconocido como una escuela auténtica y beneficiosa para la nación.

Uno de los puntos más importantes de Eisai es que sin Preceptos no hay Budismo. Los monjes y también los laicos deben guardar reglas de vida que los hagan rectos, honestos y compasivos. Si la Sangha (la comunidad budista) mantiene la disciplina, los dioses protegen al país. Sin embargo, si los Preceptos se rompen y la vida se corrompe, los desastres aparecen. Para Eisai, el Zen comienza con el cuidado de los Preceptos, sigue con la meditación y florece en la sabiduría y la compasión.

El tratado está organizado en diez “puertas” o capítulos, que constituyen los núcleos argumentativos del texto. Cada una de ellas aborda un aspecto distinto del Zen, desde su legitimidad doctrinal hasta sus beneficios prácticos y sociales:

  • Origen y transmisión: Expone la procedencia del Zen desde el Buda Shakyamuni hasta los patriarcas indios y chinos, mostrando la continuidad ininterrumpida de la “Transmisión del Sello de la Mente”.
  • Función protectora del Estado: Eisai afirma que el Zen fortalece la nación, protege al soberano y asegura la estabilidad política, en paralelo a la antigua función del Budismo como garante del país.
  • Doctrina y práctica: Define la esencia del Zen como “no establecer palabras ni letras, siendo una transmisión aparte de las enseñanzas, apuntando directamente al corazón”.
  • Disciplina: Resalta la importancia de la observancia de los Preceptos, argumentando que el Zen no es anárquico ni indiferente a la ética, sino que se fundamenta en el cumplimiento estricto de la moral monástica.
  • Linaje de sangre: Presenta la lista de patriarcas y maestros que transmitieron el Zen desde la India hasta China, y de China hasta Eisai, probando así la autenticidad de su linaje.
  • Fuentes textuales: Reúne citas de numerosos Sutras y tratados para demostrar que el Zen, aunque “fuera de las escrituras”, está enraizado en la enseñanza canónica del Buda.
  • Exhortación a la práctica: Dirigida a los practicantes, subraya la necesidad de sentarse en meditación (Zazen) como vía directa hacia la Iluminación.
  • Reglamento monástico: Describe el orden de vida en los monasterios Zen, enfatizando la disciplina colectiva, la recitación de Sutras y el Zazen como pilares de la vida comunitaria.
  • Testimonios y relatos: Incluye anécdotas de China y la India para reforzar la idea de la vigencia y autoridad del Zen en la tradición budista internacional.
  • Dedicación de méritos y votos: Concluye la obra situando al Zen dentro de la tradición Mahayana de la dedicación de méritos, mostrando su carácter universalista y compasivo.

La estructura es deliberadamente enciclopédica y polémica: cada puerta toma en cuenta objeciones contra el Zen y las refuta con citas, ejemplos históricos y argumentos doctrinales. La finalidad principal del tratadi puede resumirse en tres dimensiones:

  • Legitimación doctrinal: Mostrar que el Zen no contradice al Budismo tradicional japonés, sino que se inserta dentro del Mahayana como su culminación.
  • Justificación política: Convencer al Shogunato y a la corte de que el Zen no solo era legítimo, sino necesario para la estabilidad del país.
  • Guía práctica: Instruir a los monjes y laicos en los principios de la disciplina Zen, presentando su organización y estilo de vida como un modelo de pureza y rigor.

Con esta triple estrategia, Eisai logra presentar el Zen como un recurso espiritual y político que el nuevo gobierno militar podía adoptar para consolidar su autoridad, del mismo modo que en épocas anteriores la corte había recurrido al Budismo Tendai y Shingon.

Para entender bien el tratado, debemos recordar que el mismo surge en una época de tránsito en la que la tierra japonesa cambiaba de piel, abandonando la delicada solemnidad de la corte Heian y abrazando la crudeza militar de Kamakura. La religión, como espejo del mundo, no podía permanecer inmóvil: los templos del Monte Hiei y del Monte Koya ya no monopolizaban la Voz del Buda, y nuevas sendas —el Nembutsu de Hanen, las prédicas de Shinran, el fundamentalismo de Nichiren, la severidad del Zen— se abrían como ríos que buscaban desembocar en un océano común. En ese contexto, Eisai, habiendo bebido en China del linaje de Linji, regresa a Japón con la firme convicción de que el Zen no era una desviación, sino el corazón palpitante del propio Dharma. Su tratado no es, por tanto, un simple texto monástico, ni una fría defensa doctrinal. Es un manifiesto de supervivencia. Eisai se enfrenta a la sospecha de los clérigos establecidos, que acusan al Zen de ser un camino “sin escrituras”, de despreciar el texto y la doctrina, de promover la pereza intelectual bajo el disfraz de “no mente”. Frente a estas críticas, el maestro responde con la pluma, que aquí se convierte en espada. El tratado  alza la voz no para negar, sino para integrar: el Zen, afirma Eisai, no está al margen del Canon; antes bien, encuentra su raíz en los grandes Sutras, en la transmisión viva que va de Buda a Mahakashyapa, de Mahakashyapa a Ananda, y así hasta Bodhidharma y sus descendientes. El Zen, aunque se presente como “transmisión fuera de las escrituras”, no es un rechazo de las palabras, sino un esfuerzo por señalar la fuente de donde nacen todas ellas: la mente misma.

El discurso se entrelaza con una idea que en Japón tenía un peso político enorme: la de la “protección del Estado”. Desde tiempos de Nara, el Budismo había sido visto como amparo de la nación: la recitación de Sutras, la construcción de templos, la vida monástica regulada eran considerados escudos invisibles contra guerras, pestes y catástrofes. Eisai recoge esa tradición y la reviste de Zen: no es ya únicamente la voz del Sutra del Loto ni las plegarias Shingon las que garantizan la paz, sino también la disciplina severa del Zazen, la pureza del Precepto y la contemplación directa de la mente. En un Japón marcado por la inestabilidad, Eisai ofrece al Shogunato una doctrina que promete no solo la Iluminación personal, sino también la estabilidad nacional. El Zen se convierte así en religión de Estado, en sostén espiritual de un nuevo orden militar.

El tratado avanza puerta tras puerta, como si se tratase de un templo con múltiples pabellones, cada uno dedicado a responder una objeción distinta. Se habla del linaje, para mostrar la continuidad desde los siete Budas del pasado hasta Eisai mismo, heredero de una sangre espiritual ininterrumpida. Se citan sutras, para que nadie diga que el Zen es herejía sin texto. Se describen las normas de vida monástica, para desmentir la idea de que el Zen fomenta el libertinaje. Se exhorta a la práctica de la meditación, recordando que incluso los de entendimiento limitado pueden alcanzar la verdad si se sientan, aunque sea unos instantes, en silencio. Se dedica un espacio a los rituales, a las ofrendas, a la organización de monasterios, para mostrar que el Zen no es vacío estéril, sino vida regulada y fecunda. Todo ello culmina en la dedicatoria de méritos y votos, la ekō, que vincula la experiencia personal con la salvación universal: el Zen no se cierra en sí mismo, sino que fluye hacia todos los seres, aspirando a la Budeidad compartida.

Es notable que, en este texto, Eisai no se limite a proclamar la superioridad del Zen sobre otras escuelas. En lugar de eso, se esfuerza por mostrar su complementariedad con el Mahayana en su conjunto. De hecho, cita los Sutras Prajnaparamita, el Sutra Avatamsaka, el Sutra de Vimalakirti, el Sutra del Nirvana, el Sutra del Loto, y otros textos, demostrando que la médula del Zen vibra en armonía con la doctrina de la Vacuidad, de la mente pura, de la no-palabra. La paradoja se resuelve: aunque se diga que el Zen no establece palabras ni letras, es precisamente en el océano de los Sutras donde este silencio cobra sentido.

Cuando se observa con atención el trasfondo doctrinal del tratado, se advierte que Eisai jamás pretendió desgarrar el manto del Budismo japonés para coser con hilos nuevos una escuela separada. Su empeño fue otro: avivar en las brasas de la escuela Tendai una llama que Saicho había traído desde China y que, con el paso de los siglos, se había debilitado en medio del esplendor ritual y de las querellas monásticas. Esa llama era el Zen.

No debe olvidarse que el Gran Maestro Saicho, fundador del Monte Hiei, nunca concibió al Tendai como mera doctrina escolástica. Su visión era totalizante: integrar los Preceptos del Bodhisattva, el Esoterismo del Shingon, la contemplación del Shikan heredada del Gran Maestro Chih-i y la Tradición del Loto, y la disciplina meditativa que en su tiempo todavía se conocía bajo el nombre de “Chan”. Así, la tradición de Enryakuji ya contenía, desde sus albores, un germen de meditación directa, de práctica silenciosa que acompañaba a la recitación de Sutras y a la compleja liturgia esotérica. Eisai, al regresar de la China Song, no traía pues una semilla extraña, sino el eco de un canto que ya había resonado en el Japón desde los tiempos de Saicho.

El Tratado se afana una y otra vez en mostrar continuidad. Cada puerta del tratado refuta la acusación de novedad sectaria, y en su lugar se presenta como recuperación. Eisai recuerda que tanto en el Tendai como en el Shingon, el Zen había ocupado un lugar legítimo: Chih-i hablaba de los grados de la contemplación y de la integración de meditación, moralidad y sabiduría; Kukai, por su parte, había conocido y practicado formas de meditación silenciosa. ¿Cómo podría entonces acusarse al Zen de ser una doctrina extranjera o una ruptura? Era, más bien, la médula misma de la práctica budista, ahora devuelta a su vigor tras siglos de tibieza.

En este sentido, Eisai se mueve con la misma lógica que Chih-i en China y Saicho en Japón: la lógica de la integración. No presenta al Zen como escuela entre escuelas, como noveno estandarte añadido a los ocho tradicionales, sino como médula de todas ellas, como su “corazón practicado”. Si el Tendai había ofrecido la Doctrina Perfecta y Completa (Engyo - el Verdadero Budismo), el Zen era su respiración. Si el Shingon ofrecía el esplendor cósmico del mantra y el mudra, el Zen mostraba el silencio donde todo mantra se disuelve. Si el Nembutsu prometía salvación en la fe, el Zen daba el asiento donde esa fe podía hundir raíces. Es por ello que Eisai no habla en términos de rivalidad. Su voz, en el tratado, no es la de un fundador rebelde, sino la de un monje reformador que clama por una vuelta a la esencia. Y esa esencia, en Japón, no podía entenderse sino dentro de la herencia de Saicho. El Monte Hiei había custodiado por siglos la ortodoxia doctrinal, pero corría el riesgo de olvidar que el Dharma no se preserva solo en tratados, sino en la práctica viva de la mente que observa la mente. El Zen, en manos de Eisai, aparece entonces como la medicina que devuelve frescura a un organismo fatigado.

El vínculo con el Budismo Tendai se muestra también en la justificación política: así como Saicho presentó los Preceptos del Bodhisattva como base de la identidad japonesa, Eisai presenta al Zen como camino de protección nacional. Ambos entendieron que el Dharma no podía ser mero adorno religioso, sino fundamento de la vida del país. La defensa del Zen en el tratado es, por tanto, también defensa de la herencia de Saicho: un budismo integral, capaz de unir doctrina, ritual y contemplación. De este modo, la introducción del Zen en Japón no es ruptura, sino retorno. Eisai no busca “fundar” lo que ya existía; busca reencenderlo, recordando a sus contemporáneos que el verdadero espíritu del Tendai no se reduce a recitaciones ni a clasificaciones doctrinales, sino que pide el contacto directo con la mente misma, allí donde todas las palabras callan.

Eisai no se cansa de recordar a sus detractores que el Zen no era un injerto exótico traído de China, sino una fibra esencial del gran tejido del Budismo Tendai. El Budismo Zen es lo que se conoce como meditación y visión interior del Tendai, y dado que es la enseñanza práctica del Budismo Perfecto, puede incluirse ampliamente dentro del Budismo Exotérico. Para ello recurre a la autoridad indiscutible de Chih-i, el gran sistematizador de la escuela Tiantai en China, cuya herencia Saicho había introducido en Japón como fundamento doctrinal del Monte Hiei. Chih-i, en su monumental arquitectura de enseñanzas, no se limitó a clasificar los Sutras en Cinco Periodos y Ocho Enseñanzas, ni a exponer la unidad del Vehículo Único. Su obra más íntima y transformadora se condensa en la doctrina del Shikan, del Samatha (Calma) y Vipassana (Contemplación), que son, ni más ni menos, el esqueleto y el aliento de toda práctica meditativa. El Shikan de Chih-i no era mera técnica psicológica ni un ejercicio estético de recogimiento: era la vía misma para percibir la Verdadera Naturaleza de la Realidad, el Dharma que se revela como simultáneamente Vacío, Provisional y Medio, en la Triple Contemplación que constituye el núcleo de la enseñanza Tendai. Chih-i enseñó que sin detener la mente en la calma (Shi - Samatha), y sin abrirla al discernimiento de la Vacuidad y la interdependencia (Kan - Vipassana), ninguna comprensión doctrinal podía florecer. La doctrina se volvía letra muerta si no se encarnaba en el cuerpo vivo de la contemplación.

Eisai retoma este principio y lo convierte en arma de refutación. A quienes le acusaban de predicar un Zen “fuera de las escrituras”, responde mostrando que Chih-i mismo había advertido contra el riesgo de la “Iluminación oscura”, esa falsa realización que desprecia las enseñanzas y cae en la arrogancia de creerse igual al Buda sin recorrer el sendero. El verdadero Zen, insiste Eisai, no es negar la letra, sino llevarla a su maduración. Y cita el Makashikan (Gran Calma y Contemplación, la obra monumental de meditación del Gran Maestro Chih-i), donde Chih-i explica que la Calma y la Contemplación no pueden desligarse del Dharma enseñado por el Buda, pero tampoco agotarse en palabras. La práctica auténtica consiste en penetrar la mente misma, allí donde la doctrina encuentra su fruto.

Así, Eisai construye un puente: muestra que el Zen que él defiende no es distinto de la “Contemplación Perfecta” de Chih-i. Si el Shikan pedía ver que un solo pensamiento contiene los tres mil mundos (Ichinen Sanzen), el Zen pide ver que la mente, en su pureza original, es ya el Buda. En ambos casos, la clave está en la unión de calma y visión, en el cese de las agitaciones y en la contemplación de la realidad tal cual es. No se trata de un camino nuevo, sino de una forma de recordar que el Tendai mismo había nacido como integración de doctrina y meditación, de texto y experiencia directa.

Eisai, con gran sagacidad, recalca además que el Gran Maestro Saicho no había traído a Japón un Tendai reducido a escolástica. Al contrario, en su obra y en su insistencia en los Preceptos del Bodhisattva, Saicho mostró que la esencia del Dharma es práctica viva. El Monte Hiei debía ser un lugar donde la recitación de Sutras, la liturgia esotérica y la contemplación profunda del Shikan convivieran en armonía. Cuando Eisai defiende al Zen, lo hace como heredero de esa misma visión: no como creador de una novena escuela, sino como quien recuerda que el cuerpo Tendai necesita volver a respirar por el pulmón de la meditación.

En última instancia, la apelación a Chih-i cumple dos propósitos. Por un lado, desactiva la acusación de que el Zen era una novedad heterodoxa: muestra que el maestro fundador del Budismo Tendai ya había delineado su médula. Por otro lado, señala que la decadencia del Monte Hiei y de la práctica japonesa no provenía de un exceso de meditación, sino de su olvido. Eisai no introduce lo ajeno; despierta lo adormecido.

Desde sus orígenes, el Budismo Tendai en Japón se pensó no solo como un camino personal de Iluminación, sino como un pilar para la estabilidad del país. Saicho había afirmado que la enseñanza del Vehículo Único no se desplegaba en aislamiento, sino que estaba destinada a salvar a todos los seres y a transformar el reino mismo en una manifestación de la Tierra Pura del Buda. Bajo su pluma, el compromiso del monje no se limitaba a la celdilla individual, sino que adquiría una dimensión política y social: proteger el Dharma era proteger la nación.

Eisai recoge esta herencia y la reinterpreta en clave de Zen. En el tratado, insiste en que la meditación no es un lujo reservado para ascetas refinados, sino una necesidad urgente para garantizar la prosperidad y la seguridad del Estado. Citando Sutras, recuerda que cuando la recta práctica declina, también se debilitan los cimientos del país, pues los demonios del caos aprovechan las fisuras del Dharma. Al contrario, cuando los monjes cultivan la calma y la contemplación, cuando el Zen florece en monasterios y aldeas, el espíritu colectivo se purifica, las calamidades retroceden, y el reino se torna fértil y pacífico. No es, pues, un artificio político lo que mueve a Eisai, sino la convicción doctrinal —muy en línea con Saicho— de que el Estado es un organismo vivo dependiente de la salud del Dharma. La práctica de la meditación, al purificar las mentes de los súbditos y fortalecer la virtud de los gobernantes, se convierte en medicina del cuerpo social. Así como Saichō había defendido la necesidad de monjes que, en el Monte Hiei, conjugaran la recitación de sutras, los preceptos y la contemplación en beneficio del país, Eisai sostiene que el Zen, en su rigor y sencillez, puede renovar esa función de guardianía espiritual en tiempos de declive.

De hecho, Eisai no se presenta como fundador de una novena escuela que compitiera con las ocho tradicionales, sino como alguien que reaviva uno de los brazos más vigorosos de la tradición Tendai para ponerlo al servicio del Estado. Cuando exhorta a los monjes y laicos a practicar el Zen, lo hace en nombre de la continuidad: proteger el Dharma es proteger al país, y revivir la práctica meditativa es restaurar el equilibrio cósmico que sostiene al Japón. En este sentido, el Zen de Eisai no es intimista ni evasivo: es profundamente político en el sentido budista del término. No busca imponerse como aparato de poder, sino garantizar que el país entero viva bajo el amparo de la sabiduría y la compasión del Buda. Así, la sala de meditación se convierte en fortaleza invisible, y cada respiración consciente es un muro contra la decadencia del mundo.

Uno de los elementos más significativos del tratado de Eisai es su lectura de la historia a la luz de la doctrina budista de los Tres Periodos del Dharma (Shobo, Zobbo, Mappo). En el Japón de finales del Siglo XII y comienzos del XIII, era generalizada la percepción de que se vivía en plena decadencia: guerras civiles, hambrunas, pestes, el debilitamiento de la autoridad imperial y el ascenso del poder militar. Todo ello se interpretaba como signos inequívocos del Mappo, el tiempo en que la enseñanza del Buda aún circula, pero las capacidades de los seres para comprenderla y practicarla están exhaustas.

En este contexto, Eisai retoma la herencia de Saicho y la tradición Tendai, pero subraya un punto decisivo: aunque el Mappo sea un tiempo de declive, el Dharma no se extingue del todo. El Buda Eterno, fundamento del Sutra del Loto, sigue actuando, y lo hace precisamente a través de medios hábiles (upaya). Así, en una época en la que la recitación de los Sutras o la erudición escolástica podían parecer ineficaces para la mayoría, Eisai propone que la práctica directa de la meditación Zen —“la transmisión especial fuera de las escrituras, la directa iluminación del corazón”— es el remedio que preserva la vida del Dharma en medio del Mappo. Conviene subrayar que Eisai no plantea esto como ruptura con el Tendai, sino como continuidad. Saicho ya había insistido en que en tiempos de declive eran necesarios monjes que, con disciplina pura y sincera, sostuvieran el Dharma y lo ofrecieran como medicina al mundo. Eisai lo interpreta a la luz de su tiempo: la meditación, con su sencillez y su rigor, se convierte en el medio más accesible y a la vez más profundo para mantener viva la fe en la Budeidad universal.

El argumento de Eisai, además, no se limita a la práctica individual: el Zen en tiempos de Mappo es la clave para la protección del Estado. En medio de la decadencia, el país no puede sostenerse si no hay comunidades de práctica que, mediante el Xazen, restablezcan la claridad de la mente y la estabilidad espiritual del pueblo. La decadencia del Dharma, por tanto, no es un destino inevitable, sino un llamado a una práctica renovada. Desde esta perspectiva, el tratado no es un tratado sectario, sino una exhortación: en la Era Final, cuando todo parece derrumbarse, el Zen —reintegrado en el marco Tendai y bajo la inspiración del Sutra del Loto— se ofrece como camino seguro para mantener la conexión con la Budeidad Eterna y transformar el país en una morada protegida por el Dharma.

Por todo esto, podemos concluir, al recorrer las páginas del tratado, que Eisai no pretendía erigir un nuevo estandarte sectario ni quebrar la unidad del Dharma en Japón. Su propósito fue mucho más profundo y en sintonía con la visión que nuestra Escuela del Loto Reformada reconoce como esencial: revivir la energía del Zen enraizándolo en la herencia de Saicho y en la universalidad del Sutra del Loto. El texto muestra que Eisai entendió el Zen como vehículo de restauración y purificación, un medio para reconducir a la Sangha hacia la disciplina, la concentración y la sabiduría, en un momento en que el Budismo corría el riesgo de degenerar en mera institución social. Al insistir en que el Zen no es “una novena escuela” ni una corriente aparte, sino la vivificación del Budismo Tendai mismo, Eisai anticipa de alguna manera lo que nuestra tradición denomina la unidad del Vehículo Único: todas las prácticas convergen en la Iluminación revelada en el Sutra del Loto, todas las doctrinas maduran en la certeza del Buda Eterno.

Para la Escuela del Loto Reformada, este tratado ocupa un lugar singular. En él reconocemos no la fundación de una tradición ajena, sino la expresión de un Tendai reformado y revitalizado en tiempos de crisis. Así como Saicho integró esoterismo y exoterismo, disciplina y compasión, Eisai reintrodujo la práctica del Zen como camino de vigilancia y pureza, indispensable para sostener la misión budista en el Japón medieval. El tratado es, por tanto, un texto que fortalece nuestra lectura misionera del Budismo: allí donde el Dharma amenaza con desvanecerse, se debe predicar con fuerza la práctica viva, el rigor de los Preceptos y el retorno al corazón iluminado. 

En la perspectiva de nuestra Escuela, este tratado es una joya que confirma la continuidad del Plan Dhármico: el Buda Eterno no cesa de suscitar renovaciones en su Sangha, y Eisai, lejos de ser el fundador de una “escuela nueva”, fue un servidor de este mismo designio. El tratado de Eisai, leído desde la Escuela del Loto Reformada, es testimonio de que el Dharma se adapta a los tiempos, pero nunca se traiciona: permanece eterno, como el Buda mismo, revelando siempre su rostro en nuevas formas de práctica que, en esencia, son siempre el mismo camino del Loto.

Para comprender el lugar histórico del Zen dentro del Budismo Tendai, leer aquí. También, puedes ver un comentario al Prefacio de este tratado aquí. La traducción del tratado va a ser publicada junto con el escrito del té del Maestro Eisai prontamente.