En el inmenso tapiz alegórico del Sutra del Loto, pocas imágenes resplandecen con tanta ternura y hondura budológica como la Parábola del Hijo Pobre. Y entre los comentarios al Sutra del Loto, ninguno es, para mí, cercano al del Maestro Daosheng (360-434 EC), discípulo de Kumarajiva y uno de los primeros maestrod chinos de la Tradición del Loto.
Daosheng, en su comentario, la interpreta no como una simple metáfora moral sobre el arrepentimiento, sino como una revelación del movimiento eterno del Buda hacia los seres y del retorno gradual del alma hacia su origen. Esta parábola —que se desarrolla en el Capítulo Cuarto del Sutra— representa, en la exégesis reformada, la historia de la relación eterna entre el Buda Eterno y los seres sensibles, el drama de la separación ilusoria y de la reconciliación última. Veamos un recuento de la parábola.
Había una vez un hombre inmensamente rico, dueño de innumerables tesoros, casas y tierras, elefantes, caballos, bueyes y ovejas, así como de vasallos, servidores y toda clase de bienes, cuya fortuna llenaba todas las regiones; pero tenía un solo hijo, que en su juventud, al sentirse indigno y débil, abandonó el hogar paterno y huyó hacia países lejanos. Perdido en el vasto mundo, aquel hijo vagó durante años, cayendo en la miseria, trabajando por míseros jornales y viviendo entre las calles polvorientas de los pueblos, alimentándose con sobras y sufriendo hambre y frío. Mientras tanto, el padre, apesadumbrado por su ausencia, lo buscaba por todas partes sin hallarlo; al no encontrarlo, se estableció en una ciudad intermedia, donde vivió sereno, acumulando aún más riquezas, rodeado de servidores y ministros, pensando siempre con compasión en su hijo perdido. Pasaron largos años —diez, veinte, cincuenta— y aquel joven, envejeciendo en el errar, convertido en un mendigo cubierto de harapos, fue a dar, sin saberlo, a la ciudad donde su padre moraba. Caminando de aldea en aldea en busca de alimento, llegó ante la espléndida mansión del anciano, cuyas puertas resplandecían de oro y piedras preciosas; vio a la multitud de servidores que entraban y salían con ropas finas, oyó la música, los cánticos y el murmullo de la abundancia, y sintió miedo, pues no podía imaginar que aquel lugar, que le parecía de dioses, fuese el hogar de su propio padre. En ese momento, el anciano, que reconoció en él al hijo que tanto había buscado, envió rápidamente a sus criados para traerlo, pero al verlos acercarse, el pobre se aterrorizó, creyendo que lo apresarían sin motivo, y cayó desmayado de espanto. El padre, viendo su estado, ordenó que no lo forzaran, y comprendiendo su pobreza de espíritu, ideó un medio hábil: envió secretamente a dos mensajeros de aspecto humilde para que lo emplearan limpiando estiércol en sus establos, ofreciéndole un pequeño salario. Así, poco a poco, el hijo aceptó el trabajo, feliz de haber hallado sustento, sin sospechar aún la identidad de su empleador. Día tras día limpiaba el polvo y el estiércol, cubierto de suciedad, mientras el padre, disfrazado con ropas viejas, trabajaba a su lado, hablándole con dulzura, sin revelar su identidad. Con el tiempo, el anciano fue aumentándole el salario y confiándole tareas mayores, hasta que lo nombró mayordomo, dándole autoridad sobre todos los bienes. Pasaron muchos años, y el hijo, habituado a la administración, comenzó a sentirse más seguro, más noble de corazón; el padre, viendo su mente madura y su miedo disipado, enfermó un día y, reuniendo a sus familiares y servidores, declaró solemnemente: “Este es mi verdadero hijo, mi heredero, a quien desde hoy entrego todo lo que poseo.” Entonces, el hijo, escuchando esas palabras, se llenó de alegría y asombro, comprendiendo al fin que aquel anciano era su propio padre, y que la casa donde había trabajado toda su vida era, desde el principio, su verdadero hogar. Así entendió que la pobreza que había sufrido era sólo ignorancia, y que su riqueza siempre había estado esperándolo. El padre, símbolo del Buda, y el hijo, imagen de los seres, se unieron de nuevo, y el hijo, renacido en sabiduría, recibió la herencia del Dharma inagotable, comprendiendo que su extravío había sido sólo un medio para conocer la compasión infinita del Padre, el Buda Eterno, que jamás lo había abandonado, sino que lo había buscado desde el principio de los tiempos para devolverle su propia naturaleza luminosa y eterna.
Veamos ahora un extracto del Comentario al Sutra del Loto de Daosheng, que pronto será publicado en su totalidad en un tomo dentro de la Colección "Biblioteca del Budismo del Loto".
La Parábola del Hijo Pobre en el Sutra del Loto
(Extracto del Comentario al Sutra del Loto de Daosheng)
“Supongamos que hubiera un hombre…” Esta primera parte aclara la relación entre padre e hijo. En el pasado, cuando recibieron la enseñanza del Bodhisattva, su naturaleza era una con la del Buda. Haber nacido del Buda en la Ley significa que Él es el padre y ellos, los hijos. Al principio de la instrucción eran inmaduros: por eso el texto dice “el hijo era pequeño”.
“Abandonó al padre y huyó.” Esto simboliza que, al inicio de su formación, el fruto aún no había madurado, y volviendo a las pasiones mundanas, se alejaron del Camino. Algunos siguieron el sendero recto, otros se hundieron en la ignorancia: todos, en cualquier caso, “dejaron al padre y huyeron”.
“Vivió largo tiempo en otra tierra.” El reino del padre es el ámbito del despertar; “otra tierra” es el reino del nacimiento y muerte. El alejamiento del Buda, día tras día, los retuvo en los confines del Samsara: eso es “permanecer en otro país”.
“Diez, veinte o hasta cincuenta años.” El número cinco alude a los cinco caminos; el número diez, a la larga permanencia. El término “o” indica que no es un número fijo: cada ser vaga según su karma.
“Cuando ya era mayor, cayó en la pobreza.” Al haberse alejado mucho de la enseñanza, envejeció en la rueda del nacimiento y muerte: eso es “mayor”. Y, extraviado en la pobreza espiritual, sufriendo hambre de Dharma: eso es “pobreza”.
“Corrió en todas direcciones buscando sustento.” Esto simboliza la búsqueda de placer a través de los cinco destinos; no hay lugar donde no busque: eso es “correr en todas direcciones”. El que tiene fortuna busca el gran placer (las meditaciones celestiales); el que sufre, el pequeño placer (las pasiones humanas).
“Deambulando gradualmente, llegó cerca de su tierra natal.” No puede retornar de golpe: la retribución madura poco a poco. Por eso se dice “gradualmente”. No está aún en el lugar original, por eso se dice “deambula”. La fuerza de la enseñanza del Buda naturalmente lo atrae de vuelta: eso es “acercarse a su país natal”. El vínculo kármico latente lo conduce sin que él lo sepa: no es intención suya, sino la atracción del principio de la enseñanza. Por eso se dice: “Lo encontró sin saber cómo.”
El padre, que había partido antes en busca de su hijo sin lograr hallarlo, se estableció en una ciudad intermedia. Esta segunda sección simboliza al Buda, que, habiendo alcanzado la Iluminación, predica las Tres Enseñanzas o Tres Vehículos.
En el pasado, el Buda había educado a los seres y acumulado innumerables méritos; constantemente deseaba reencontrar a su hijo perdido —los seres que se habían apartado del Camino—. Sin embargo, el hijo, habiendo caído en el océano del nacimiento y la muerte, se apartó del Dharma, y así “no fue hallado”.
Ahora, cuando el hijo —movido por sus vínculos pasados— debe volver a su padre, aún está apegado a los placeres del mundo del Samsara, y su corazón difiere del origen. Por eso el padre adopta forma humana y aparece como Buda: su manifestación no alcanza a revelar por completo la Realidad Absoluta, y por eso “se detiene en una ciudad intermedia”. El principio del Vehículo Único puede, como una muralla, proteger de los errores: esa “ciudad” representa la defensa del Verdadero Camino, donde los seres de las diez direcciones se reúnen y vuelven a la conversión.
El texto dice: “Su casa era inmensamente rica, y sus tesoros no tenían medida.” Aunque el Buda aparezca en forma humana, su naturaleza trasciende toda limitación: no hay lugar donde el Dharma no se encuentre; por tanto, está lleno de la riqueza del Dharma y su abundancia no tiene fin.
El texto continúa: “El oro, la plata, el lapislázuli… todos rebosaban.” Esto se refiere a los Siete Tesoros Santos —fe, preceptos, generosidad, sabiduría, vergüenza, remordimiento y recta memoria—; su profundidad no puede ser medida ni contemplada, como una cámara de tesoros que rebosa de lo inefable.
“Tenía numerosos sirvientes, ministros, oficiales, vasallos, e incontables bueyes y ovejas.” Los no budistas son como los “sirvientes”: al final, también regresan y se someten al poder transformador del Dharma, por eso se los llama así. Los Maras o fuerzas demoníacas son los “criados”: aunque se oponen, finalmente también sirven al propósito del Despertar. Los Bodhisattvas son los “ministros y asistentes”, porque ayudan a proclamar la recta enseñanza. Los Shravakas son los “oficiales”, pues custodian y controlan lo que es erróneo. Los seres de los Tres Mundos son el pueblo del reino, bajo el dominio espiritual del Buda. Los elefantes, caballos, bueyes y ovejas representan las diversas virtudes: los Tres Vehículos y las Cinco Facultades de Perfección, todos los méritos de la práctica. El carro simboliza el Dharma que circula sin obstáculo alguno.
“Sus viajes de ida y vuelta llevaban provecho a los otros países.” La enseñanza del Buda sale para beneficiar a los demás —eso es la actividad misionera—; y lo que de esa predicación retorna en forma de mérito y comprensión —eso es “el beneficio que vuelve”—. Así la enseñanza del Buda circula a través de los cinco destinos, como un comercio que viaja por todos los países.
“Había también incontables mercaderes.” Estos son los Bodhisattvas que reciben la Ley y la propagan a las diez direcciones, llevando el tesoro del Dharma como mercancía de compasión para el mundo.
“Entonces el hijo pobre anduvo por muchos pueblos y llegó a la ciudad donde su padre residía.” Esto significa que las afinidades kármicas del pasado lo condujeron, sin saberlo, hacia el lugar donde mora el Buda. En el nivel del principio, eso es el “llegar”.
“Durante más de cincuenta años, el padre pensaba siempre en su hijo.” El pensamiento de compasión nunca cesa. Los “cincuenta años” simbolizan que, tras recibir la enseñanza, los seres se extravían durante largo tiempo en los cinco destinos: eso es “cincuenta”.
“Jamás había hablado de este asunto a los hombres.” Esto significa que el Buda nunca había revelado antes que los del Doble Vehículo pudieran llegar a ser Budas. Su gran compasión siempre quiso liberar del sufrimiento, pero los seres se deleitaban en el Samsara; predicar la Verdad Absoluta hubiera sido contrario a su inclinación. Por eso debió usar medios hábiles: los Tres Vehículos se adaptan a las mentes pequeñas, mientras que sólo después pueden ser llevados al Uno.
El Buda se reprocha: “Mi enseñanza original no fue lo bastante profunda; por eso retornaron al error.” Sin embargo, incluso este reproche es fruto de su infinita compasión, pues no tiene límite la forma en que ajusta sus palabras para salvar.
“Pensó: ahora soy viejo y débil, y siempre recuerdo a mi hijo.” El “envejecer” significa manifestar el cuerpo humano, el cuerpo posterior del Buda; “no tener descanso” significa que aún no había predicado la Budeidad de los Dos Vehículos. Temía que el Tesoro Supremo del Dharma quedara sin heredero.
“En aquel tiempo, el hijo pobre, errando y contratándose como jornalero, llegó a la casa del padre y se detuvo junto a la puerta.” Las acciones buenas que el hijo había realizado en el pasado, buscando placeres mundanos, son su “trabajo asalariado”: una bondad imperfecta, hecha con motivos mundanos, que lo conduce —sin saberlo— a la morada del Padre, el Buda.
La “casa del padre” es el Gran Vehículo; el “lugar de donde proviene todo”, la fuente del Dharma. La “puerta” representa la entrada al Camino. El hijo, arrastrado por sus pasiones, no acepta todavía entrar; por eso duda y se queda en la entrada.
“De lejos vio a su padre sentado en el trono del león, con los pies apoyados en un estrado de joyas.” La visión del hijo está movida por su conexión pasada con la enseñanza del Gran Vehículo. El “padre” simboliza el Cuerpo del Dharma, libre de temor, sentado en el Trono del León: eso representa el estado de perfecta ecuanimidad. Sus pies reposan sobre el estrado de joyas, símbolo del no-actuar: la sabiduría que permanece firme sobre el fundamento del vacío y la compasión.
“Brahmanes y otros nobles lo rodeaban con reverencia.” Estos son los dioses y devas que, aunque poseen orgullo y gloria, se someten ante la sabiduría del Buda: su sumisión expresa que incluso lo excelso del mundo se inclina ante el Dharma. El Buda está “adornado con collares de perlas y joyas”: no se trata de ornamentos físicos, sino de los tesoros espirituales del Dharma, las virtudes de las Paramitas, que embellecen el Cuerpo del Tathagata.
“Oficiales, sirvientes y criados lo atendían a derecha e izquierda, sosteniendo abanicos de plumas blancas.” Esto significa que quienes sirven a la enseñanza obedecen las órdenes del Buda con fe. Los “abanicos blancos” representan la sabiduría sin mácula, que barre las impurezas de la ignorancia. “Poner en orden los tesoros y sacar o introducir objetos” simboliza mostrar y ocultar los aspectos del Dharma: cuando el Buda enseña, da el tesoro de la Ley; cuando el discípulo lo recibe, retorna su mérito al Buda —eso es “sacar y meter”.
“Al verlo, el hijo pobre se asustó, tembló y se arrepintió de haber venido.” El “poder y majestad del padre” representa la fuerza del principio del Dharma, que somete las pasiones. Pero el hijo, cuya mente aún está oscurecida, teme esa grandeza; su corazón no puede aceptar el Gran Vehículo, y por eso se llena de temor y arrepentimiento.
Pensó: “Este lugar no es para mí.” El hijo, aún incapaz de comprender el gran principio, se excusa con razonamientos mundanos. Dice: “Sería mejor ir a los barrios pobres”, es decir, los Tres Mundos, donde practicando las Cinco Preceptos y las Diez Buenas Acciones puede obtener el placer de los renacimientos humanos o celestiales, fáciles de conseguir. Si permaneciera mucho tiempo aquí, teme que le fuercen a emprender el Gran Camino; y si tuviera que predicar o servir a los demás, su mérito no sería “propio”, y sentiría que su obra pertenece a otros. Por eso “corre velozmente, buscando escapar del sufrimiento”, esto es, huir del compromiso con la gran misión.
“El padre lo reconoció y, lleno de alegría, dijo: Ése es mi hijo.” El vínculo del pasado se reaviva: al ver al hijo, el Buda percibe la maduración de la Semilla de su Despertar. Aunque el hijo aún resista, en el futuro alcanzará la comprensión suprema. Por eso el padre se alegra profundamente. El hijo viene “sin saber cómo”, movido por una afinidad oculta, una respuesta inconsciente a la llamada del Dharma.
“Entonces el padre envió a sus asistentes para traerlo.” El “asistente” no es el Buda mismo, sino una manifestación parcial del poder del Dharma. El propósito de enviar a los mensajeros es mostrar el despliegue gradual de la enseñanza. “Corrieron velozmente a atraparlo”: la rapidez simboliza la inevitabilidad del Dharma del Gran Vehículo, que no permite demora ni separación. “Ser capturado” representa el llamado irresistible de la verdad.
El hijo, sobresaltado, pensó: “¿Por qué me atrapan? No he hecho nada malo.” Su mente, contraria al principio, no puede soportar la súbita llamada de la gran enseñanza: el contraste entre su ignorancia y la luz del Dharma lo hace “caer desmayado al suelo”.
“El padre, al verlo de lejos, dijo: No lo traigáis a la fuerza.” El Buda, viendo que su hijo no puede todavía soportar la Verdad Absoluta, suspende momentáneamente el Gran Vehículo y recurre a palabras amables y adaptadas. “Rociadle el rostro con agua fría”: si lo confrontara con el Gran Dharma, su mente se desvanecería; al enfriar la intensidad de la enseñanza, puede recobrar el sentido. El “agua fría” simboliza el alivio provisional del medio hábil.
Los mensajeros dijeron: “Ahora te dejamos libre.” También esto es un discurso provisional, una manera de atraer sin presionar.
“El padre secretamente envió a dos hombres pobres y sin autoridad.” Estos dos hombres simbolizan las dos enseñanzas del Vehículo de los Discípulos y de los Pratyekabuddhas (Hinayana), inferiores y desprovistas del poder completo del Gran Camino. Su “apariencia demacrada y sin nobleza” significa que carecen de la luminosidad plena del Gran Vehículo. Su “mente pensante” representa la sabiduría limitada; su falta de esplendor, la ausencia de virtud soberana. Tales hombres no son mensajeros del rey —no representan la enseñanza perfecta—, pero sirven para acercar al hijo de manera gradual.
Les dijeron: “Puedes ir a aquel lugar; allí te pagarán el doble del salario.” Estas palabras siguen la inclinación del hijo: son suaves y placenteras, adecuadas a su mente. Hacerle “trabajar con alegría” simboliza la práctica del bien mundano que produce mérito. “Pagar el doble” significa que, aunque sean acciones seglares, su fruto trasciende los límites del mundo, preparando la entrada al Gran Camino.
“Nosotros también trabajaremos contigo”: esto muestra que la Ley opera entre los hombres y que los discípulos inferiores comparten el camino de la práctica, aunque sin ver aún su fin.
“El hijo primero aceptó el salario y cumplió lo que se le ordenó.” Esto simboliza que los discípulos de los dos vehículos, con fe y sin duda, aceptan las enseñanzas menores —la purificación de los deseos, la eliminación de las impurezas— y comienzan a “limpiar el estiércol”, es decir, purificar el karma.
“Pasado algún tiempo, estaba cubierto de polvo y suciedad.” Los poderes espirituales permanecen ocultos dentro de las seis facultades sensoriales —eso significa “ver a través de las ventanas”—. El cuerpo del hijo, hecho de materia y pasiones, no es todavía el cuerpo de las virtudes; por eso “está débil y fatigado”, cubierto por el polvo de los apegos y las impurezas.
“Entonces el padre se quitó las joyas y se vistió con ropas viejas y sucias.” Esto representa que el Buda oculta la gloria de su Cuerpo del Dharma y se muestra como un hombre común, para acercarse a los seres. El “quitarse los collares” significa renunciar a la apariencia trascendente; el “ponerse ropas sucias” muestra que, aunque desciende al mundo de los apegos, no pierde su pureza esencial. El “cubrirse de polvo” simboliza entrar en el Samsara para enseñar a los seres con medios mundanos. “Sostener en la mano derecha un recipiente para limpiar el estiércol” significa usar los métodos apropiados para eliminar las impurezas de los seres, y “mano derecha” sugiere actuar con prudencia, cuidando de no “derramar” la sabiduría perfecta antes de tiempo.
Cuando dice: “Trabajad diligentemente”, es el eco de la primera enseñanza del Buda en el Parque de los Ciervos, donde puso en movimiento la Rueda del Dharma: exhortar con compasión a la práctica.
“Por medio de estos medios hábiles, el padre pudo acercarse a su hijo.” La naturaleza del Buda está más allá del mundo, pero por su compasión se manifiesta en lo humano. Por eso “mediante medios hábiles se acerca”: el principio absoluto se reviste de forma relativa, y el Infinito se inclina hacia lo finito para que el ignorante, al menos por un momento, perciba en su corazón la presencia del Padre y comience a recordar su origen. Así, el Buda Shakyamuni, mediante los Tres Vehículos, acerca gradualmente a los seres al único Camino del Gran Vehículo, del mismo modo que el anciano padre, disfrazado de pobre trabajador, se acerca amorosamente al hijo que había huido y olvidado su herencia.
Luego volvió a decirle: “Te aumentaré el salario.” Esto significa: una vez que entres en el camino sin afluencias (sin “fugas” de mérito), con certeza no retornarás al nacimiento y la muerte. Permanecerás siempre realizando esta obra y no te desviarás hacia otras. El gozo que obtendrás superará a los siete medios hábiles: a esto se le llama “aumentarte el salario”.
“Todo lo que necesites… te será provisto según lo requieras.” Las virtudes sin afluencias carecen de toda carencia; son como la sal, el vinagre y los condimentos que completan el sabor. Los poderes espirituales de los Dos Vehículos son, por naturaleza, limitados y débiles: son como la vejez que oscurece y esclaviza a los hombres.
“No hay en ti engaño ni pereza… como en otros trabajadores.” Su ánimo está satisfecho en la Ley del Vehículo Pequeño; por eso se dice: “No veo en ti esos defectos que tienen otros trabajadores.” Por “otros trabajadores” se entiende los siete medios hábiles; en los siete medios sí que hay esos defectos. Se le llama “hijo” porque ha obtenido lo sin afluencias; el nombre semejante a “hijo del Buda” se le aplica, pero aún no se dice que sea verdadero hijo.
Aunque el hijo pobre se regocijó con este encuentro, se le hacía limpiar el estiércol de manera habitual. “Ver la verdad y contemplarla en decenas” —cada una en diez aspectos— alude a veinte años. “Entrar y salir sin dificultad”: cuando escucha el Gran Vehículo, entra y sale de este principio sin duda ni trabas. Sin embargo, el lugar donde permanece sigue siendo el mismo: aun habiendo oído la enseñanza del Gran Vehículo y sabiendo que le pertenece, él todavía no la asimila, por eso “sigue en el mismo lugar”.
Entonces, el anciano enfermó, y dijo: “Que no se pierda nada.” Como ya sabía que era momento de hacer predicar los Sutras del Gran Vehículo, ordenó —así como cuando a Subhūti se le manda enseñar el Prajna— que todo le fuera confiado e instruido: esto es, “es su patrimonio”.
En ese momento, el hijo pobre aceptó el encargo y acudió; pero aún no podía desprenderse (del antiguo modo de ver). Aunque recibió la encomienda, todavía no sabía que era su propia herencia: así era su disposición interior.
Transcurrido un tiempo, el padre vio que la mente del hijo se volvía gradualmente despejada y desahogada. (Tercera sección:) Su corazón se ensancha; aparece el germen de la gran capacidad. A partir de aquí, reúne a los parientes y lo reconoce como hijo: esto es predicar el Sutra del Loto.
“En cierta ciudad…” En el pasado, ante veinte mil millones de Budas, ya había recibido la transformación; pero como la obra de esa transformación no maduró del todo, me abandonó y huyó: esto es escapar de los Tres Mundos. Tropezando y dando traspiés, erró por los cinco destinos, probando toda clase de sufrimientos: llegó naturalmente.
* * *
Daosheng explica que el “padre” simboliza al Buda Eterno, el Principio viviente de la Sabiduría y la Compasión que engendra a todos los seres “en la Ley”. El “hijo”, en cambio, representa a los seres mismos, cuya Naturaleza Búdica —aunque idéntica en esencia a la del Padre— ha sido velada por la ignorancia, el deseo y la ilusión. Así, “haber nacido del Buda en la Ley” significa que cada conciencia, por su propia naturaleza, proviene del Despertar, pero “abandonar al padre y huir” simboliza el descenso de esa conciencia hacia los ámbitos de la pasión, la dispersión y el olvido. El hijo que se aleja no ha perdido su filiación; sólo ha olvidado su linaje.
El paso del tiempo —“diez, veinte o hasta cincuenta años”— es para Daosheng una imagen de la larga deriva kármica del alma a través de los Seis Destinos. En cada existencia, el hijo busca alimento: unas veces en la riqueza y los placeres del cielo, otras en la miseria de los mundos inferiores. Esa búsqueda incesante es la hambruna espiritual del Samsara, donde el alma, habiendo perdido el sabor del Dharma, se alimenta de sombras. Sin embargo, en cada movimiento hay una atracción secreta: la fuerza del vínculo originario, la corriente invisible de la Compasión del Buda, que nunca cesa de llamar al hijo de regreso. De este modo, Daosheng enseña que el retorno del hijo no es fruto del esfuerzo propio, sino de la Gracia del Buda Eterno, que actúa desde dentro del alma, como una nostalgia sagrada. El hijo “llega a su tierra natal sin saber cómo”: el Despertar no se produce por cálculo ni mérito, sino por la maduración del vínculo del pasado, por la misteriosa gravitación del Bien original que nunca se perdió.
Cuando el texto dice que el padre “se estableció en una ciudad intermedia”, Daosheng ve en ello el Misterio del Buda manifestado. El Buda, aunque es infinito, se reviste de forma humana, predicando las Tres Enseñanzas y los Tres Vehículos, adaptando la verdad absoluta a la capacidad de los seres. Esa “ciudad intermedia” es el mundo de los medios hábiles (upaya), el punto donde lo eterno se reviste de tiempo, donde el Buda Eterno aparece como Shakyamuni. En términos reformados, esta imagen expresa la kenosis del Dharma: el acto por el cual el Buda desciende a los límites del lenguaje para conducir, paso a paso, al hijo perdido.
El relato continúa describiendo la abundancia inagotable de la casa del padre: los tesoros, los sirvientes, los animales, los carros y los comerciantes. Daosheng descifra esta imaginería con precisión simbólica: los Siete Tesoros representan las virtudes fundamentales del camino —fe, moralidad, generosidad, sabiduría, vergüenza, remordimiento y recta atención—; los sirvientes y criados son los espíritus ignorantes y los seres del deseo que, aun resistiéndose, sirven inconscientemente al propósito del Dharma; los ministros son los Bodhisattvas, los guardianes del Dharma y los intérpretes del Camino; los oficiales, los Shravakas y Pratyekabuddhas que custodian las enseñanzas iniciales; los animales de carga y los carros simbolizan las diversas prácticas, virtudes y facultades del Camino; y los comerciantes son los Bodhisattvas-misioneros que, llevando las joyas del Dharma, recorren las diez direcciones. La “riqueza del padre”, por tanto, no es material: es el patrimonio espiritual del Gran Vehículo, del cual los seres son herederos aunque aún no lo sepan.
Cuando el hijo llega a la casa del padre y lo ve sentado en su trono, siente temor. Daosheng interpreta este miedo como el rechazo de la mente limitada ante la grandeza del Absoluto. El hijo, habituado a las sombras, no puede soportar la plenitud de la luz: confunde el resplandor del Buda con un fuego que lo destruiría. Por eso el Buda, movido por compasión, oculta su gloria y se reviste de humildad: se quita las joyas del Dharma, se viste con harapos y toma en su mano el recipiente para limpiar el estiércol del establo. Así se revela el sentido más profundo de la encarnación del Buda: descender al fango del mundo para purificarlo desde dentro.
El padre emplea entonces toda clase de medios hábiles (upayas). Envío de mensajeros, pago de salarios, instrucciones graduales, promesas, recompensas: todo simboliza la pedagogía del Buda, que adapta su lenguaje a la capacidad de los seres. Los Dos Vehículos son como los “dos hombres pobres y sin autoridad” enviados a persuadir al hijo; sus enseñanzas, aunque limitadas, conducen al umbral de la verdad. La limpieza del estiércol representa la purificación de los karmas; el aumento de salario, la alegría de la práctica; el trabajo constante, la permanencia en la Ley sin retroceso. Así, el hijo progresa lentamente a través de diferentes filosofías y religiones, e incluso de escuelas budistas, hasta encontrar el Verdadero Dharma: de la obediencia al entendimiento, del entendimiento a la confianza, de la confianza al reconocimiento.
Cuando el anciano “enferma” y ordena que el hijo administre la casa, Daosheng ve en ello el momento en que el Buda revela el Gran Vehículo y confía el Dharma a sus discípulos. La enfermedad del padre no es debilidad, sino símbolo de la transición de los medios a la verdad: el Buda “se retira” para que los discípulos asuman la herencia de la Iluminación. Finalmente, cuando el padre lo reconoce públicamente como hijo, esa proclamación equivale a la profecía de la Budeidad. El hijo —los seres de los Dos Vehículos— comprende al fin que siempre había sido Heredero del Reino del Dharma, que su pobreza fue un sueño, y que la casa que creyó ajena era, desde el principio, su verdadera morada.
En su lectura, Daosheng muestra que esta parábola no narra sólo un proceso histórico o moral, sino un drama ontológico y universal: el regreso de la conciencia finita a su fuente eterna. La separación del hijo y el padre es la ilusión misma del Samsara; el regreso, la revelación de la Naturaleza Búdica universal. El camino de retorno es gradual —pues la ignorancia no se disuelve de un golpe—, pero el vínculo entre padre e hijo jamás se rompe. Esa unión indestructible es la esencia del Vehículo Único, el misterio del Buda Eterno que, aun oculto, nunca abandona a sus hijos.
Así, la parábola del Hijo Pobre es, en la teología de la Escuela del Loto Reformada, una de las más puras representaciones del Plan Dhármico de Salvación: el Buda desciende en el mundo, oculta su majestad, asume la pobreza del hombre, enseña por medios relativos, y al final revela que todos los seres, incluso los más humildes y extraviados, son sus propios hijos y futuros Budas. En palabras de Daosheng —que la Reforma del Loto asume como confesión de fe—: “El padre jamás abandonó al hijo; sólo el hijo olvidó al padre. Mas aun en el extravío, su paso se orienta hacia el hogar, pues el camino del retorno está sembrado en el corazón mismo del hijo.” De este modo, la enseñanza de Daosheng sobre el Hijo Pobre no es sólo exégesis: es una mística del regreso, una revelación de la compasión inagotable del Buda Eterno, que nos busca incluso cuando huimos, y que nos recibe con gozo cuando recordamos quiénes somos: hijos del Buda, herederos del Reino del Dharma, ciudadanos de la Tierra Pura sin confines.
Este es un extracto de la traducción completa de su obra, que será publicada prontamente en el libro TENDAI: Obra Completa – Los Escritos del Loto de Vasubandhu, Daosheng y Huisi.

